Carnero de las Nieves en Yakutia - El Último Territorio
Carnero de las Nieves en uno de los Lugares más Salvajes del Mundo
Hay viajes de caza que ponen a prueba la paciencia. Otros, la capacidad física. Yakutia exige ambas cosas… y algo más.
Porque el verdadero viaje empieza mucho antes de alcanzar las montañas. Entre vuelos encadenados, papeleo interminable para el rifle y horas de trayecto a través del inmenso territorio ruso, uno comprende que aquello no es un simple desplazamiento, sino una expedición. Cada escala, cada control y cada espera te van alejando del mundo civilizado y acercando, paso a paso, a un lugar donde el tiempo y la distancia aún conservan su valor.
Llegada a Yakutsk
Tras casi tres días de viaje, ver Yakutsk desde la ventanilla del avión ya se siente como llegar a otro mundo.
El avión se abre paso entre nubes bajas y, poco a poco, la ciudad emerge: gris, húmeda, medio escondida, construida sobre ese suelo congelado —el permafrost—.
Aterrizamos convencidos de que lo más duro había quedado atrás. No podíamos estar más equivocados. Aún nos esperaban casi cuatro días completos de trayecto: un vuelo interior, cientos de kilómetros río arriba y largas jornadas atravesando tundras interminables en quad y a caballo. En Yakutia, “cerca” es un concepto relativo.
La ciudad nos recibió con calles inundadas por las lluvias de julio y ese contraste tan propio del extremo oriente ruso: bloques de edificios soviéticos junto a cafés modernos y escaparates luminosos. Visitamos la Cueva del Permafrost, un “túnel” helado que parece pertenecer a otro planeta, y el Museo del Tesoro, con su deslumbrante exposición de oro y diamantes que recuerda la inmensa riqueza que esconde este suelo.
Por la noche, nuestro socio local nos dio la bienvenida con una cena inolvidable en uno de los restaurantes más refinados de Yakutsk. Un menú tan atrevido como representativo: pescado congelado, hígado de reno, tartar de caballo… platos que exigen cierta apertura mental. Y de postre, una tarta de queso con helado de arándanos silvestres que, por sí sola justificaba la visita al restaurante.
 
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
    Río Arriba Hacia lo Desconocido
A la mañana siguiente embarcamos en un pequeño bimotor rumbo a Batagai-Alyta, dos horas al norte de Yakutsk. Desde el aire, la taiga parecía no tener fin: un océano de bosque y tundra, interrumpido solo por los ríos que serpenteaban entre el verde infinito.
Cuando el avión tomó tierra, tuvimos la clara sensación de haber llegado al borde del mundo habitado. Batagai-Alyta es poco más que un puñado de casas de madera y chapa, con alguna tienda donde la sensación de aislamiento del resto del mundo es total. Pasamos la noche en la única pensión del pueblo: sencilla, limpia y cálida… suficiente teniendo en cuenta el lugar en el que nos encontrábamos.
Al amanecer, por fin dio comienzo nuestra aventura. Tras un desayuno contundente, cargamos el equipo en lanchas neumáticas y emprendimos la travesía río arriba por el Bytantay, con más de 200 kilómetros por delante. Durante horas, el sonido de los motores y el golpeteo del agua contra el casco marcaron el ritmo del día. De vez en cuando parábamos a repostar, siempre en silencio, rodeados de paisajes vírgenes. El río se estrechaba entre paredes de abetos y abedules, y el cielo reflejaba todos los tonos posibles del norte. No había caminos, ni señales, ni nada que rompiera la sensación de estar penetrando en un territorio sin dueño.
Con la luz cayendo y tras más de 11 horas de travesía, una leve columna de humo anunciaba la llegada al que sería nuestro campamento para pasar la noche. ¡Por fin nuestro primer campamento! Los guías nos esperaban con té caliente, pan recién hecho y una hoguera encendida. A su manera, fue un recibimiento solemne.
La cena fue sencilla, pero reconfortante a base de sopa caliente, pasta y por supuesto, siempre acompañada de té. Dentro de la cabaña, la pequeña estufa llenaba el silencio con el crepitar del fuego. Llevábamos ya cinco días desde que salimos de Madrid, y la distancia empezaba a sentirse de verdad.
La Última Etapa
Esa noche dormimos como nunca. El cansancio acumulado de los días anteriores nos pesaba en los huesos, pero por fin nos habíamos acostumbrado a las largas jornadas de viaje.
Al amanecer, el olor a café recién hecho nos despertó de la mejor manera posible. Nuestra cocinera —a la que habíamos apodado con el nombre de “Mami” por la forma en que nos cuidaba— nos esperaba con porridge caliente, miel y una sonrisa que valía más que cualquier desayuno en un hotel de lujo. En lugares así, esos pequeños gestos lo son todo.
Habiendo revisado la ruta del día y ya con el equipo cargado, montamos en los enormes quads que nos llevarían un día entero atravesando valles infinitos, y ríos que a veces nos llegaban hasta la rodilla. Para todo aquel al que le gusten los vehículos 4x4 o el off-road esta parte de la expedición es, sin duda alguna, uno de los momentos más esperados.
A lo largo del viaje aprovechamos para hacer algunas paradas a comer, probar el rifle y estirar las piernas. Una cosa que resultó muy llamativa fue ver al guía que lideraba la marcha detener su quad de repente. Sin decir nada, se bajó, se quitó los guantes, se arrodilló sobre la tundra y, en voz baja, empezó a hablar en un tono ceremonioso en su idioma local. —Aquí descansa mi bisabuela —nos dijo—. Debéis saludarla antes de seguir y pedirle permiso para poder cazar en sus territorios. De lo contrario, no tendremos suerte —afirmó—. Sacó un trozo de pan, lo partió en pequeños pedazos y lo dejó sobre la tundra. Luego vertió unas gotas de vodka como ofrenda. Le seguimos en silencio, comprendiendo sin necesidad de explicaciones. En Yakutia, pedir permiso a la montaña es obligatorio.
El camino continuó entre ríos y laderas infinitas. Cada kilómetro parecía alejarnos un poco más del mundo que conocíamos. Y cuando la luz empezaba a desvanecerse, después de seis días desde que salimos de Madrid, por fin llegamos al campamento: tiendas de lona reforzada, cada una con su estufa de leña, colchón y el olor a chimenea que anunciaba calor y descanso.
Nos recibieron con té caliente, risas y esa mezcla de orgullo y hospitalidad tan propia de quienes viven en lugares donde la vida exige carácter. Esa noche, con el resplandor de las estufas iluminando las lonas y la emoción flotando en el aire, solo una idea nos rondaba a todos: al día siguiente, por fin, empezaríamos a cazar.
 
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
    Primer Día de Caza
Por primera vez en varios días, amanecimos sin prisas. Mientras desayunábamos, los guías ultimaban el plan: saldrían antes que nosotros para comprobar si alguno de los grupos de carneros que habían estado vigilando los días previos a nuestra llegada seguía en la zona.
A las 11:30, la radio rompió el silencio: habían localizado un grupo de cuatro machos adultos en la ladera opuesta por la que ellos habían subido, a buena distancia del campamento. No hizo falta insistirnos mucho. En cuestión de pocos minutos teníamos el equipo listo para salir a paso firme. Avanzamos despacio, siguiendo una arista empinada que nos permitía ganar altura sin ser vistos. El viento soplaba de cara —perfecto—, pero el terreno estaba empapado, y cada paso exigía precaución. Sin previo aviso el sol radiante desapareció por completo para traer una buena tromba de agua. Caía con ganas. Al llegar a la parte alta, distinguimos al grupo descansando totalmente ajenos a nuestra presencia.
El terreno ofrecía poca ventaja, así que seguimos avanzando agachados, aprovechando cada piedra y cada curva del relieve. Los últimos metros los hicimos arrastrándonos, hasta que pudimos verlos con el catalejo. Eran cuatro, pero uno llamaba claramente nuestra atención.
El telémetro midió 340 metros. A pesar de tener un buen apoyo, el viento y la lluvia no nos lo ponían nada fácil. Jaime confiaba plenamente en los meses de preparación con su monotiro Blaser, en calibre 270 Winchester, pero lamentablemente el primer tiro pegó alto, rozando el lomo del carnero. Los animales se levantaron desorientados, sin saber de dónde les venía el peligro. Con una entereza pasmosa ante la presión del momento, Jaime recargó el rifle con la misma serenidad de quien lleva toda una vida cazando, y esta vez no falló. Al tiro, el carnero cayó sobre sus huellas, mientras el eco del disparo se perdía en la infinidad de aquel paisaje.
Al llegar al carnero, la emoción se hizo palpable. Era un ejemplar de doce años, con unas bases extraordinariamente gruesas. Después de una buena sesión de fotos, los guías -como marca la tradición-, cortaron un pequeño trozo del hígado y lo ofrecieron a Bayanay, el dios de la caza, en señal de respeto y gratitud. Después de tantos días de viaje, de frío, de espera y de kilómetros, Yakutia nos brindaba el mejor de los premios.
 
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
    El Segundo Carnero
Con la cacería de Jaime concluida el primer día de caza, y con mucho tiempo por delante hasta poder regresar a la civilización -ya que solo hay dos vuelos semanales-, tomé la decisión de animarme a intentar cazar un carnero.
El sol apenas despuntaba cuando los guías comenzaron a ensillar los caballos. Aún me cuesta entender cómo es posible que, en un lugar tan remoto, existan caballos y que alguien haya logrado llevarlos hasta allí.
En esas montañas infinitas, su presencia cambia todo: hacen posible lo que de otro modo sería inalcanzable, permitiendo que casi cualquier cazador, sin importar su forma física, pueda acometer una cacería de estas dimensiones. Pero lo más llamativo es que, al terminar la temporada, los animales se quedan en la taiga, enfrentándose a inviernos que rozan los –60 °C y más de dos metros de nieve compacta. Antes de dejarlos, los guías les anudan las colas con grandes nudos, un antiguo truco para protegerlos de los lobos: cuando el depredador ataca por detrás, se engancha en la cola y el caballo lo aprovecha para cocear con furia hasta librarse de él.
Ya en los caballos, avanzábamos en silencio contemplando la belleza de un paisaje totalmente virgen e inexplorado, escuchando solamente el ritmo acompasado de sus pasos. A nuestro paso, fueron muchos los desmogues de alce que fuimos encontrando, testigos mudos de lo que significa sobrevivir aquí cuando el termómetro cae por debajo de los -60 °C.
Tras casi tres horas de caballo, dejamos los caballos al pie de la montaña y seguimos a pie. El terreno era duro pero se andaba muy bien. El viento cambiaba sin aviso, y los mosquitos —que parecían inmunes a cualquier repelente— no daban tregua. A mitad de camino divisamos un pequeño grupo de jóvenes rumiando en una ladera, pero enseguida los descartamos. Continuamos ascendiendo, rodeando la montaña para ganar terreno por el lado opuesto. Cuando asomamos a la siguiente vertiente, nuestra sorpresa fue mayúscula al encontrar varios grupos de carnero dispersos en todas direcciones. Analizando junto a mis guías cada carnero por el catalejo, no tardamos mucho en darnos cuenta que había uno en concreto que destacaba. Era tan desproporcionadamente grande comparado a cualquiera de los otros 12 carneros que teníamos delante que parecía de ciencia ficción. Era el tipo de carnero que justifica el viaje de una vida soñando con un momento así.
El telémetro marcó algo menos de 600 metros. Demasiado lejos para un tiro limpio. Había muchas dudas sobre cómo entrarles. El viento no era perfecto y el grupo estaba situado en un punto que dificultaba mucho cualquier aproximación. Sugirieron descartar aquel magnífico carnero para intentar ir a por otro más próximo y fácil que “asegurara” el lance, pero de forma muy sutil les dije: “ese, o ninguno”. Aquello no convenció a nadie, y mi decisión no obligaba a dar un rodeo muy largo. Había que aprovechar cada pliegue del relieve como cobertura, hasta situarnos en posición. Descalzos en el último tramo de la entrada, y como gatos monteses nos arrastramos hasta llegar a una roca plana que era perfecta. Al asomar, allí estaban nuestros carneros, totalmente ajenos a nuestra presencia. Medí 217 metros y creo que, de forma involuntaria, mi rostro esbozó una leve sonrisa al intuir que lo tenía casi hecho.
Desde allí los observamos en silencio. Los carneros seguían echados, ajenos a todo. Alguien susurró que disparara, pero hice un gesto pidiendo calma. En la montaña las precipitaciones se pagan muy caras y ser paciente es una obligación. Pasaron minutos que parecieron horas hasta que el viejo carnero, majestuoso, se levantó. Lo hizo despacio, mirando hacia el valle. Mentiría si dijera que no me movía… más bien temblaba como un teckel. Respiré hondo. En mi cabeza, una voz conocida -la de mi padre-: “Aprieta el gatillo muy, muy despacio como si fueras a salir detrás de la bala…” El desenlace, el mejor que podía esperar. Ver aquel carnero rodar ladera abajo en el silencio y la soledad de la montaña es algo que jamás olvidaré. Un carnero de quince años, con los cuernos rugosos y gastados, marcados por cada invierno que logró superar. Un animal que había sobrevivido al frío, a los lobos y al paso del tiempo. En esas montañas, alcanzar esa edad es un milagro.
Esa noche, mientras la estufa crepitaba dentro de la tienda y el carnero descansaba listo para el viaje de regreso, supe que había vivido uno de esos días que se quedan grabados para siempre.
 
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
           
        
        
      
    Pero Yakutia Aún Guardaba Algo Más
El día después de cobrar el segundo carnero lo dedicamos a descansar en el campamento. Tocaba salar las pieles, hervir el cráneo y dejarlo todo listo para el regreso. Por fin sin prisas. En Sakkyryyr solo salen dos vuelos por semana, así que teníamos tiempo.
Cuando al fin emprendimos el regreso, la sensación era de calma y de ganas de llegar a Santander con mi familia. Pero Yakutia aún guardaba algo más. Media hora después, esa calma se rompió. Un oso joven, que llevaba días rondando los caballos del campamento, apareció en la orilla opuesta por la que bajábamos. Jaime y yo nos miramos, y sin mediar palabra supimos lo que había que hacer. Rápidamente, deshicimos todo el equipo, montamos el rifle y, casi por instinto, decidimos entrar al oso.
El aire iba perfecto, y el sonido del río ayudaba a disimular el ruido de nuestros pasos entre las rocas sueltas. Tras una pequeña entrada Jaime pudo hacerse con su oso de Yakutia. Un oso que ponía fin a una experiencia inmejorable.
Los días siguientes fueron duros: viento frío, algún problema mecánico, y muchas horas de río. Pero ya nada pesaba. Cuando por fin alcanzamos Sakkyryyr, llegamos quemados por el sol, agotados pero felices. Sin Wi-Fi, sin noticias, sin ruido. Solo silencio, descanso y la sensación de haber vivido algo irrepetible.
Tres días después, el cielo se abrió lo justo para que nuestro ansiado avión pudiera tomar tierra. Al despegar, tuve la sensación de que, allí abajo, en ese mundo inhóspito, algo de nosotros se quedaba. Gracias Yakutia por tanto.
Yakutia - Mucho Más Que Una Cacería
Yakutia no es un destino para todos. Es lejana, impredecible y, a veces, incómoda. Pero para quien busca naturaleza en su estado más puro, sigue siendo una de las últimas fronteras auténticas y un destino de caza como no quedan.
Cazar aquí cambia la forma en que uno mide la distancia, el silencio y el tiempo. Y cuando has estado, ninguna otra montaña vuelve a parecer igual de lejos.
Nos Vemos en Yakutia
En el corazón de Siberia se esconde un mundo que muy pocos cazadores llegarán a conocer: una tierra de soledad, pureza y horizontes infinitos. Rusia sigue siendo uno de los destinos de caza más seguros, salvajes y fascinantes del planeta, y Yakutia es su secreto mejor guardado.
Con Camino Real Hunting Consultants, incluso los sueños más lejanos se convierten en aventuras reales que terminan en éxito. Nos vemos muy pronto en Yakutia—donde la naturaleza aún se siente como debería.
Un abrazo y buena caza.
Álvaro Mazón (Jr).


 
                         
             
                 
                 
                 
                 
                 
                 
            
          
          
        
        
      
        
        
          
            
               
            
          
          
        
        
      
        
        
          
            
               
            
          
          
        
        
      
        
        
          
            
               
            
          
          
        
        
      
    
   
                 
                 
                 
                 
                 
                 
                 
                